
El taxista que me ha recogido en el aeropuerto dice que vivir en Cantabria es un lujo y yo estoy de acuerdo. Sus ojos están llenos de dicha, de felicidad neutra, sin sobresaltos, sin estrías. El taxista repite cada día que vivir en Cantabria es un lujo, es su forma de mantenerse despierto, de ser consciente de su infinito privilegio. El recepcionista del hotel también parece contento. Trabaja en el lugar más agitado de la ciudad. Él sabe que es el portero del paraíso, cada día ve entrar a decenas de personas que llevan la fatiga del mundo en el entrecejo y les ofrece las llaves del reposo. Bienvenidos a Santander, dejad atrás vuestras preocupaciones, habéis muerto y esto es el cielo, el desayuno se sirve de siete a diez. Mi habitación es la 308. Tiene un cuarto de baño, un armario, una cama, una neverita llena de bebidas alcohólicas y una televisión. El kit básico de la serenidad. Cuando salgo a la calle ya ha anochecido. La gente pasea de uno en uno o de dos en dos. Seguro que el viandante autóctono puede contar sus amigos con los dedos de una mano. “Pocos pero buenos amigos”, parece decir el cántabro. Santander se diferencia de otras ciudades porque ha renunciado a toda forma de proyecto colectivo, vive replegada en la vida íntima de sus ciudadanos. En Madrid todos nos esforzamos por convertir la urbe en un gran tubo de escape, en un inmortal atasco; en Venecia han decidido hacer de la ciudad un gran museo, una orgía de souvenirs y de carteles que indican cómo llegar a San Marcos; en Alicante, siguen con la utopía de asfaltar el mediterráneo… Santander afronta el futuro sin una meta clara y sus habitantes empiezan a estar un tanto desorientados. El mal aliento del camarero del bar donde he entrado para cenar algo me confirma que esta región sufre una pandemia de halitosis. Lucen un buen aspecto externo pero se están pudriendo por dentro. Les han desconectado el frigorífico y ya han iniciado el proceso de la descomposición. De todas formas, haríamos mal en enterrar al cántabro, su sombra es alargada, tiene un sangriento pasado en las espaldas y su acento esdrújulo sigue igual de afilado que antaño, sólo espera el momento propicio para empezar otra reconquista.




Me gusta pasear por la orilla del Sena. Los diques, las dársenas, las exclusas me hacen soñar en algún puerto lejano en el que me gustaría vivir. Veo, en mi imaginación, muchachas y marineros bailando, pequeñas banderas, barcos inmóviles con los mástiles sin velas.
Estos sueños no duran mucho.
Los muelles de París me son demasiado familiares: sólo se parecen durante un instante a las brumosas ciudades de mis sueños.
(Un fragmento de "Mis Amigos", de Emmanuel Bove).
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