PLURINOMIO

11/26/2006

 
EL DIVAN DE AMALFITANO 4
No sabría decirte muy bien cuando nació el Amebas bar y en qué momento cerró sus puertas. He oído hablar tanto de ese sitio que tengo la sensación de que permaneció abierto al menos una década. Se trata, sin duda, de una impresión errónea. Si ordeno los recuerdos, llego a la conclusión de que aquel Pub no debió durar más de unos meses, un año a lo sumo. Es un misterio cómo ese corto período de tiempo pudo condensar tantas y rocambolescas historias. Por entonces, yo vivía lejos de Alicante, y por lo tanto, no fui más que un testigo ocasional de aquella época, un invitado privilegiado que de vez en cuando se asomaba a la lava del volcán. Pienso, tal vez erróneamente, que aquello empezó con una jugada de dobles parejas, con el sueño de los cuatro personajes que pusieron el barco a flote.


Lázaro era el vértigo del bar; la vorágine que ponía a todos en movimiento, el remo que daba cancha a la picardía más callejera. Sebas se encargaba de mantener el rumbo cuando todo apuntaba al naufragio, sabía manejar las situaciones más extremas y se paseaba por la tormenta disfrutando del oleaje. Ana era la mirada que renovaba constantemente el local, una ráfaga de aire fresco, sus ojos tenían un prado de césped donde los clientes se tumbaban a ver el paso de las nubes. Aurora era la gracia personificada, la reina de las mujeres-música, las copas que servía tenían el sello de su sonrisa bailando entre los hielos.


Y luego estaba el resto de la tripulación de este barco ebrio: los amebas, los seniors, los juniors, los raquelianos, los villeneros, los asulito… Todos ellos llenaron el rincón del Amebas bar con sueños imposibles, trompos de hedonismo y fugas hacia delante. Mientras España se europeizaba, la especulación inundaba de grúas la costa mediterránea y la gente vivía el cambio de milenio con la única meta de alcanzar una cotidianidad de trabajo-casa-familia; el Amebas bar hizo de la noche y sus aullidos el único fortín donde cobijarse ante tanta calma chicha. Al final, más pronto que tarde, terminó por cerrar sus puertas, pero su luz todavía sigue brillando por el camino del desierto, por los pasillos del Hotel California. “Such a lovely place, such a lovely place”.



11/21/2006

 

LA MUJER MÚSICA.

La mujer música puede llegar a ser una divinidad, aunque esté desposeída de hermosura física, aunque tenga las facciones irregulares; con tal de que no sea antipática al estómago, a la conciencia ni a los sentidos. (Y no llamo mujer-música a la mujer que canta, sino a aquella que produce en nuestra imaginación los mismos efectos que el canto, y que por consiguiente lo inspira). La mujer música, para ser un prodigio, sólo necesita que su alma se filtre a través de su cuerpo; que sus ojos besen; que sus manos hablen entre las vuestras; que al tiempo de andar, las leves ondulaciones de su talle revelen la exquisita naturaleza de sus más recónditos pensamientos; que sus ademanes, su voz, sus actitudes, sus gustos, sus instintos, sus aficiones de todo género den por resultado un conjunto armónico de elegancia, de delicadeza, de gracia, de refinada sensibilidad y de no sé que espiritualismo voluptuoso que parezca el celaje intermedio que separa o reúne los cuerpos y las almas.

(Fragmento de Pedro Antonio de Alarcón, De Madrid a Nápoles en 1860)


11/14/2006

 
LOS HOMBRES DE METAL

L sostiene una extraña teoría. Según él, las estatuas que representan hombres anónimos en las calles y plazas de nuestro país son una manifestación inequívoca de que el mundo se está parando. Los hombres de metal, así los llama L, se integran en el espacio urbano sin llamar mucho la atención. Son estatuas que aparecen colocadas en mitad de la acera, en un banco o en un asiento del aeropuerto. No son personajes célebres, ni representan escenas mitológicas, tampoco rememoran pasajes de la historia nacional. Son simplemente estatuas de ciudadanos sin nombre inmortalizados en escenas cotidianas. L tuvo la primera revelación con “El hombre que lee el periódico”, una escultura que se encuentra en uno de los bancos laterales de la plaza de la paja. Al parecer, no fue la imagen de este hombre lo que despertó sus sospechas, sino las extrañas sensaciones que experimentó cuando tocó la calva de la escultura. Un calambrazo gélido y líquido recorrió su piel de arriba a bajo. Sorprendido, L se miró los brazos y vio como sus venas se transparentaban. También notó un peculiar despertar en sus genitales, una leve erección que L gusta calificar como “metalizada”. En sus posteriores encuentros con los Hombres de Metal, L se limitó a analizarlos con detenimiento desde una cierta distancia. Dos son las conclusiones que ha podido sacar de su concienzuda observación. En primer lugar, ha constatado que el número de estas esculturas está aumentando de forma espectacular sin que nadie sea plenamente consciente del fenómeno. En segundo lugar, ha percibido que son los niños y los borrachos los que, con más frecuencia, entran en contacto con los Hombres de Metal. Entre ellos, según L, se crea una misteriosa comunicación en la que está en juego el futuro de la humanidad.


Las intuiciones de L no sólo se basan en su análisis empírico, también se nutren de unas extrañas revelaciones oníricas. En sus sueños, los Hombres de metal aparecen como compañeros de la vida cotidiana de las personas. Los ha visto en su despacho, sentados en la mesa de trabajo; en una habitación de un hotel, tumbados en una cama de matrimonio; e incluso llegó a soñar con una estatua que yacía en un ataúd abierto de un velatorio. L sostiene que la vida del hombre, con sus pequeños quehaceres, sus paseos, sus momentos anodinos, con su rutina diaria, se está convirtiendo, poco a poco, estatua a estatua, en una inmóvil fotografía. El motor de este proceso debe buscarse en el Manneken Pis de Bruselas. O al menos, eso afirma L, que ve en la meada de este niño-estatua la cámara de fotos que está paralizando la tierra, la fuente de donde nacen todos los Hombres de metal.

11/09/2006

 
EL DIVAN DE AMALFITANO 4
Recuerdo su aparición como si estuviese viendo una fotografía en la que todo está en blanco y negro menos su pañuelo lleno de colores. La noche anterior había pasado a la velocidad de la luz, como un instante en el que no hubo tiempo de coger la almohada. La culpa era mía, tenía que haber previsto los peligros que entrañaba juntar al Pepico y al nene en una misma fiesta; un cóctel explosivo. Cuando ella apareció, nosotros ya llevábamos dos horas tomando cañas en la Filmoteca, un lugar muy poco apropiado para continuar la farra. Todo alrededor era bruma, el cansancio que teníamos, las conversaciones retóricas de los cinéfilos, el humo de sus pipas… Charline llegó como una brisa de claridad, como un trazo preciso en una mancha de color. Nos miró y se puso a reír. Debió de hacerle gracia nuestras desgastadas caras, o la forma abrupta y chillona con la que hablábamos, no sé, el caso es que se quedó mirándonos con sus ojos llenos de brillo y con unos labios que dibujaban una mueca de sorpresa. Desde el principio supe que tenía algo especial. En su rostro, la extrema belleza colindaba con un ademán de fealdad, con una asimetría singular. Pero sobre todo, se notaba que tenía vida, un torrente de vida. Sus iris parecían nenúfares de juventud que flotaban sobre unos ojos extremadamente líquidos y coquetos. Llevaba poco tiempo en Madrid (apenas hablaba español) y tenía unas ganas inmensas de conocer la ciudad, sus barrios, sus bares, sus gentes. Y ahí entramos nosotros, como tres pícaros españoles que estaban dispuestos a enseñarle por dónde corrían las venas de la ciudad.



La encumbramos como nuestra Diosa y le dijimos que llevábamos todo una eternidad esperándola, que la habíamos buscado por todas partes, que habíamos rezado por su pronta aparición. Ella dijo que se había demorado un poco en el camino, pero que lo importante es que había llegado. Ahora, continuó, es el momento de pasárselo bien. Y eso hicimos, pasárnoslo como enanos.

Pedimos una ronda de birras y el camarero de la filmoteca nos miró con cara de perro, con su cara de perro, con un rostro que en su variante amable era un bulldog y en su versión dura, un puto pitbull. Eso sí, también era el puto amo tirando cañas, un profesional que servía las mejores cervezas de Madrid. Brindamos por la llegada de Charline y dimos por inaugurado el cuarteto. Luego tocamos de un lado a otro, exprimimos el delirio hasta sacarle la pulpa, hicimos de funámbulos por las barras de otros bares, nos paseamos por el inconciente urbano y nos despertamos fuera de las manecillas del reloj. Charline bailó con nosotros. A su manera, claro. A veces, acaparaba todos los focos, convirtiéndose en protagonista de nuestra danza; en ocasiones se difuminaba silenciosamente y se quedaba suspendida en aire; otras veces desaparecía sin decir nada, dejando un halo de misterio en el hueco vacío de su ausencia. Pero al final siempre acababa volviendo, con destellos de risas y suaves abrazos.
Los tres acabamos enamorados de ella. Y, claro, le pedimos matrimonio, le dijimos que nos queríamos casar con ella, crear una enorme descendencia, un ejército de hijos que la tuvieran como Reina Madre. Charline se quedó en silencio y estuvo pensando qué podía contestar ante semejante proposición. Finalmente, abrió la boca y dijo, con la ternura de quién se está asomando a nueva lengua y todavía no la domina, que el acto de comunión que le estábamos proponiendo no podía llamarse matrimonio. Luego pronunció, con acento francés de terciopelo, una extraña palabra que se quedó resonado en mi cabeza como un concepto trémulo, confuso y revelador. PLURINOMIO.

11/06/2006

 

RETRATOS 3

Lo he visto sestear en un cuarto de baño inmundo, lleno de pintadas estudiantiles que con letras francesas describían un porvenir que no era el suyo. Lo he visto leer en el retrete de un hostal, mientras la noche otoñaba y yo dormía en una madrugada que no me pertenecía. Lo he perdido en una canción de Leonard Cohen, cuando su mirada se zambullía en una tristeza que desconozco, y se quedaba ausente, sin poder seguir el hilo de una velada sin nombre. He sabido de él por sus pasos errantes, por el rastro que dejaba cuando todos dormían y él soñaba sin querer dormir, ebrio de unas uñas en otro tiempo cortadas. He jurado no creer más en los muros de su madurez, después de que su risa bribona me exigiera un paso más en el delirio. He sido rico a su lado, un día que cambiamos un adoquín del boulevard raspail por un solomillo y una obra de moliere. He visto los bajos de su cama, esa azotea donde Claudio Rodríguez se pone ciego cantando a Jaime Urrutia. He sido cómplice de su inseparable fortuna y víctima de su repetitivo despiste, dos caras de una moneda que nunca supo retener. Y lo he encontrado, cuando la lluvia desnuda las calles y él se queda pintando las teclas azules de su piano.

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