PLURINOMIO

2/09/2007

 

El DIVÁN DE AMALFITANO 7
La noche anterior a un viaje siempre la paso en vela. No es que esté especialmente excitada, simplemente tengo miedo de que falle el despertador o temo no escuchar la alarma. Aquella noche no fue una excepción, estuve dando vueltas toda la madrugada hasta que vi en el reloj que quedaban cinco minutos para la hora de levantarme. Me duché, desayuné un café con leche y puse la bolsa de aseo y el pijama en la maleta. El primer cigarro del día me supo fatal. No pude acabarlo. Dejé mi equipaje en el rellano y miré hacia abajo siguiendo la espiral de asimétricos escalones que me separaban del portal. En ese momento empecé a darme cuenta de todo lo que dejaba atrás. Hasta entonces había actuado de forma mecánica, sin plantearme las cosas. Llega el verano, se acaba el período lectivo, una se compra el billete de vuelta y, llegado el día, se marcha. No es tan fácil como parece. Basta con que una tenga un momento de duda para que un simple hueco de escalera se convierta en un precipicio lleno de incertidumbres. Me di la vuelta y, antes de cerrar la puerta de mi cuarto, decidí echar un último vistazo a la buhardilla. Sabía que no me olvidada de nada pero quería retener los quince metros cuadrados en los que había pasado buena parte de mi erasmus en Roma. La persiana estaba bajada y la única luz provenía de una bombilla polvorienta que colgaba del techo. Observé la habitación y su desnudez me provocó una sensación desoladora. Me sentí extraña, como si estuviese viendo la casa de un difunto que todavía no ha sido habitada por otra persona, una casa que se encuentra en tierra de nadie, sin la presencia del muerto pero con el incorpóreo peso de su ausencia. Durante los últimos meses había utilizado las paredes de mi cuarto como una especie de diario en el que colocaba todo aquello que me encontraba por la calle: servilletas de cafeterías, entradas de conciertos, tickets de metro, láminas de cuadros, posavasos, folletos de discos, pasajes de tren. El intento de congelar mis vivencias había fracasado, mi huella se había convertido en humo. El escritorio también estaba vacío, incómodo sin el desorden de los últimos tiempos. Los papeles habían desaparecido. La mayoría de ellos acabaron en la papelera, eran notas sueltas con números de teléfono que ya no utilizaría y apuntes de la facultad. Lo único que se salvó de la quema fueron los borradores de las cartas que envié a España. Aquellas letras y borrones de tinta reflejaban el devenir imprevisto de mis sentimientos: el hueco tremendo de los primeros días motivado por la ausencia de Mario, la ilusión con la que describía mis primeros pasos en Roma, las facetas de mí misma que decía haber descubierto después de cuatro meses fuera de casa, la confusión en la que me atrincheraba para no admitir la nueva dirección de mis latidos, las justificaciones y lamentos por el fin de un noviazgo de más de tres años. En la encimera de la cocina yacía una botella de vino. La había comprado para la última fiesta que celebré con mis amigos, pero cuando llegaron a casa quisieron beber cerveza, y luego apareció Cristian, un alemán dicharachero que solía frecuentar nuestras reuniones, y sacó tres botellas de Rioja, y se empeñó en abrirlas, y cuando se acabaron, ya nadie quiso beber más vino, y pasamos al whisky, un JB demencial que en Italia se vendía a precio de oro. La botella de tinto se alzaba solitaria en la habitación y parecía una bola de cristal donde podía verse todas las “soirées” que había vivido en mi erasmus; fiestas de siete u ocho personas reunidas en torno un trozo de queso, varios vasos de vino y un humilde radiocasete. Fiestas que siempre se celebraban en diminutas buhardillas y en las que se producía una graciosa algarabía lingüística, una pequeña torre de babel donde la gente se entregaba al presente olvidándose de su origen y procedencia. Los rostros de los que fueron mis compañeros, tan cercanos entonces, no aguantaron el paso del tiempo, pero la luz de aquellas noches se resiste a abandonar mi memoria. Un resplandor sin asidero que de vez en cuando visita mi rutina y me silba en el cogote. El soplido de mi sombra romana. Un violento ruido de tuberías me sacó de mi ensimismamiento, miré el reloj y vi que ya se me estaba haciendo tarde. La siguiente imagen que tengo de aquel día es al aire libre. Me veo caminando hacia la parada de autobús con mis dos pesadas maletas. No hay nadie en la calle, ni peatones, ni turistas, ni un solo coche. Nada. Me veo, desde el avión, esperando en la parada del autobús, pequeña, transparente, fría. Veo mi falda verde moverse con el viento. Y luego: las nubes, el vuelo, y esa sensación de desvanecerse entre las brumas. He intentando muchas veces acordarme del momento en el que cerré la puerta de mi buhardilla y es curioso que nunca haya podido recordarlo.

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