El DIVÁN DE AMALFITANO 1.
Paco Torres Polo, “el doc”, hizo al menos veinticinco mudanzas entre los veinte y los treinta años. De todos los pisos en los que estuvo, el peor de ellos, y mira vivió en casas que eran un auténtico estercolero, fue uno que se encontraba en la calle Cien Fuegos, una arteria principal de la zona de bares y discotecas de Alicante. El edificio era muy antiguo, la fachada estaba que se caía y el interior permanecía deshabitado en su mayor parte. “El doc” vivía en un primero con techos altísimos. Todos los pisos antiguos tienen los techos altos pero los de aquella casa eran más altos de lo normal. Recuerdo mirar hacia arriba y pensar: “no puede ser que los techos sean tan altos”. Yo, que entonces ya medía lo mismo que mido ahora, uno 1’85, llegaba tan sólo a la mitad de la altura de las paredes, lo que significa que, al menos, la mitad de casa no podía ser habitada por seres vivos, recalco lo de “vivos” porque aquel espacio parecía estar destinado a espíritus errantes, almas en pena refugiadas en la intimidad de las alturas. Como decía, la casa era un primero y en todas las partes se podía escuchar el bullicio de música, chillidos, vidrios rotos y muchedumbre que venía del exterior. Aquel día, el reloj marcaba la una de la mañana y, como poco, todavía debían de quedar tres horas para que llegase la calma a esa parte de la ciudad. En realidad, a mí entonces me daba igual el ruido; del ruido me acuerdo ahora, cuando pienso en ese piso y me pregunto ¿cómo podía vivir “El doc” allí?; pero en aquella época, el ruido no me importaba. Podría decirse que entonces yo formaba parte del ruido. Esa noche la casa de Paco Torres Polo estaba llena de gente. Estaban mis amigos, todos universitarios menos el propio “Doc” que en aquella época trabajaba en una pizzería de reparto a domicilio. Estaban sus compañeros de piso: un politoxicómano en rehabilitación y un joven, de mirada luminosa, que acababa de llegar de un país latinoamericano. Y estaban ELLOS: tres postadolescentes con instrumentos musicales (un djembé y dos guitarras españolas) que bebían vino en envase de tetrabrick. Esa fue la primera vez que vi a Héctor Enrique, allí, en ese piso cochambroso situado en el barrio antiguo de Alicante, sentado en un sofá al que se le salían los alambres, sujetando un vaso de plástico lleno de vino peleón. Debíamos de estar en invierno porque hacía frío, en realidad no recuerdo el frío, lo que recuerdo es que todos teníamos las chaquetas puestas, no nos quitábamos los abrigos, y eso quiere decir que hacía mucho frío, debía de ser uno de peores días del año. Supongo que por eso no estábamos bebiendo en la calle, porque hacía un mal tiempo de cojones.
No sé quién llevó a Héctor Enrique y a sus amigos a esa casa, supongo que debió ser el compañero politoxicómano del “Doc”, un personaje que entonces estaba dejando las drogas y que no lo consiguió, o a lo mejor sí lo consiguió y más tardé volvió a engancharse, no lo sé, el caso es que tres años después me lo encontré en la calle pidiendo limosna y con el cuerpo destrozado por la heroína. Pienso que era el politoxicómano quién había llevado a Héctor Enrique porque no paraba de decir: “vais a ver lo bien que tocan estos chicos, ya veréis la música que tienen dentro”. Yo estaba con mi primer cubata, ese que siempre te da la sensación de estar más cargado de lo normal, y me pareció que el politxicómano no estaba bien de la cabeza, no era lo que decía sino cómo lo decía. Hablaba cómo si nosotros fuésemos alguien importante, como si en nuestras manos estuviese la suerte de aquellos chavales entre los que se encontraba Héctor Enrique. La verdad es que nadie le hizo caso. Todos seguimos bebiendo y hablando. Así hasta que aquellos tres adolescentes empezaron a tocar, primero tímidamente y, luego, con mayor decisión. No les prestamos mucha atención hasta que empezó a sonar la voz de Héctor, una voz que era viento huracanado, surco, tierra agrietada, tronco a contracorriente, desgarro melódico hecho esperanza. Sentimiento puro que salía de unas entrañas llenas de ceniza.
Cuando terminó de cantar, Héctor Enrique esbozó una ligera sonrisa y con su mano temblorosa, era increíble cómo le temblaban las manos y las piernas, parecía que tenía parkinson, pero no podía tener parkinson con 17 años, o a lo mejor sí, quién sabe (yo conocí a un joven con artritis, con los huesos tan desgastados como los de los octogenarios, así que a lo mejor el temblor de Héctor, ese movimiento que transmitía inseguridad, una inseguridad poética, era parkinson, quién sabe), decía que con su mano temblorosa cogió su vaso de plástico y dio un trago de vino. Todos permanecimos paralizados y sorprendidos por la luz que había salido de aquel chico imberbe y sudoroso. Fue Joaquín, el mayor de los hermanos Buendía, quién rompió el silenció diciendo algo así como “chaval, te cambio mi carrera de derecho por cantar como cantas”. Joaquín era una persona que siempre estaba bromeando, pero esta vez sus palabras reflejaban una verdad absoluta. Por supuesto, de haber podido, no hubiese cambiado su licenciatura en leyes por el duende de Enrique. Más allá de la emoción del momento, sabía perfectamente que su título universitario tenía más utilidad que el cante de aquel muchacho que acaba de escuchar. Eso era la realidad, pero la realidad, o eso pensábamos nosotros en aquella época, era injusta, en un mundo ideal, el sentimiento puro que transmitían las canciones de Héctor valía mucho más que la carrera de Joaquín; y de ahí la envidia que sentimos todos en ese momento. Envidia por algo que nunca podríamos alcanzar. Luego se puso a hablar el politoxicómano y la cosa perdió interés, y continuamos bebiendo. Ya no recuerdo más de aquella noche.