EL DIVÁN DE AMALFITANO 2
La posmodernidad.
El paso del sigo XX al siglo XXI se ha correspondido en el mundo de la ropa interior femenina con el paso de la braguita al tanga. Se trata de uno de los fenómenos del que me ha tocado ser testigo aunque diste mucho de sentirme cómodo con la nueva realidad. Hasta mediados de los noventa, el tanga tan sólo era un exótico bañador que de uvas a peras lucían las suecas en la playa o los gigolós de turno en el verano. La primera vez que contemplé la minúscula prenda en un ambiente más o menos familiar fue en “El pompas”, un local que alquilamos para fiestas etílicas. En aquella ocasión el tanga apareció dibujando su peculiar silueta bajo la impronta de unos ceñidos pantalones de una chica conocida del instituto. No le di excesiva importancia al episodio pues pensé que se trataba de una extravagancia que se reduciría a un círculo reducido de personas muy atrevidas. ¿Quién iba a pensar que aquella muchacha descarada portaba la semilla del futuro? Contra todo pronóstico, el tanga empezó a expandirse durante los últimos años del siglo XX, con el beneplácito de todo el género masculino. Desde el momento que el tanga comenzó a traspasar la frontera de los traseros más intrépidos para instalarse en todo tipo de nalgas, yo supe que mi encuentro con la susodicha prenda tan sólo sería una cuestión de tiempo. Y así fue. Lo que no sabía es que la experiencia fuese a ser tan decepcionante. A mi me volvía loco la sensación de tener la mano debajo de la braguita, la caricia sensual que de desliza oculta bajo la suavidad del algodón. El tanga dejaba las manos al descubierto y enfrentaba los dedos a un hilillo realmente incómodo. La única opción consistía en deshacerse lo más pronto posible de aquella prenda, saltarse la belleza del juego erótico y comenzar la rudeza del sexo. Desde aquel momento, me he ido dando cuenta de que las diferencias entre tanga y braguita van mucho más allá de las cuestiones como el tamaño o de la ropa interior. La braguita representa la intimidad, la sugestión, el tacto, la elegancia y el ser. Coloca un puente entre la noche y el día, y por eso sus colores suelen ser el blanco o el negro. El tanga resta trascendencia a la sexualidad, apela a la vista, representa lo efímero y el devenir. El tanga es el instante y por eso cambia sin cesar de un color a otro, del amarillo al fucsia, del fucsia al verde, y así sucesivamente. La minúscula prenda constituye, pues, la metáfora de la posmodernidad, la victoria de la forma sobre el fondo. Por eso, a comienzos del siglo XXI, la braguita se ha convertido en una auténtica prenda en vías de extinción.