La mujer música puede llegar a ser una divinidad, aunque esté desposeída de hermosura física, aunque tenga las facciones irregulares; con tal de que no sea antipática al estómago, a la conciencia ni a los sentidos. (Y no llamo mujer-música a la mujer que canta, sino a aquella que produce en nuestra imaginación los mismos efectos que el canto, y que por consiguiente lo inspira). La mujer música, para ser un prodigio, sólo necesita que su alma se filtre a través de su cuerpo; que sus ojos besen; que sus manos hablen entre las vuestras; que al tiempo de andar, las leves ondulaciones de su talle revelen la exquisita naturaleza de sus más recónditos pensamientos; que sus ademanes, su voz, sus actitudes, sus gustos, sus instintos, sus aficiones de todo género den por resultado un conjunto armónico de elegancia, de delicadeza, de gracia, de refinada sensibilidad y de no sé que espiritualismo voluptuoso que parezca el celaje intermedio que separa o reúne los cuerpos y las almas.
(Fragmento de Pedro Antonio de Alarcón, De Madrid a Nápoles en 1860)
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