LOS HOMBRES DE METAL
L sostiene una extraña teoría. Según él, las estatuas que representan hombres anónimos en las calles y plazas de nuestro país son una manifestación inequívoca de que el mundo se está parando. Los hombres de metal, así los llama L, se integran en el espacio urbano sin llamar mucho la atención. Son estatuas que aparecen colocadas en mitad de la acera, en un banco o en un asiento del aeropuerto. No son personajes célebres, ni representan escenas mitológicas, tampoco rememoran pasajes de la historia nacional. Son simplemente estatuas de ciudadanos sin nombre inmortalizados en escenas cotidianas. L tuvo la primera revelación con “El hombre que lee el periódico”, una escultura que se encuentra en uno de los bancos laterales de la plaza de la paja. Al parecer, no fue la imagen de este hombre lo que despertó sus sospechas, sino las extrañas sensaciones que experimentó cuando tocó la calva de la escultura. Un calambrazo gélido y líquido recorrió su piel de arriba a bajo. Sorprendido, L se miró los brazos y vio como sus venas se transparentaban. También notó un peculiar despertar en sus genitales, una leve erección que L gusta calificar como “metalizada”. En sus posteriores encuentros con los Hombres de Metal, L se limitó a analizarlos con detenimiento desde una cierta distancia. Dos son las conclusiones que ha podido sacar de su concienzuda observación. En primer lugar, ha constatado que el número de estas esculturas está aumentando de forma espectacular sin que nadie sea plenamente consciente del fenómeno. En segundo lugar, ha percibido que son los niños y los borrachos los que, con más frecuencia, entran en contacto con los Hombres de Metal. Entre ellos, según L, se crea una misteriosa comunicación en la que está en juego el futuro de la humanidad.
Las intuiciones de L no sólo se basan en su análisis empírico, también se nutren de unas extrañas revelaciones oníricas. En sus sueños, los Hombres de metal aparecen como compañeros de la vida cotidiana de las personas. Los ha visto en su despacho, sentados en la mesa de trabajo; en una habitación de un hotel, tumbados en una cama de matrimonio; e incluso llegó a soñar con una estatua que yacía en un ataúd abierto de un velatorio. L sostiene que la vida del hombre, con sus pequeños quehaceres, sus paseos, sus momentos anodinos, con su rutina diaria, se está convirtiendo, poco a poco, estatua a estatua, en una inmóvil fotografía. El motor de este proceso debe buscarse en el Manneken Pis de Bruselas. O al menos, eso afirma L, que ve en la meada de este niño-estatua la cámara de fotos que está paralizando la tierra, la fuente de donde nacen todos los Hombres de metal.