PLURINOMIO

1/04/2007

 

El DIVAN DE AMALFITANO 6

Recuerdo que la noche anterior había sido mi cumpleaños. Estuvimos hasta las tantas de la madrugada, fumando los últimos habanos que teníamos en la mochila, bebiendo güisqui escocés y contando anécdotas de nuestra amplia vida en carretera. La gente suele pensar que los músicos cuando se emborrachan se dedican a cantar pero nosotros aquella noche no cantamos, simplemente hicimos bromas, nos reímos y añoramos nuestra lejana patria. Hubo un ambiente de intensa confraternidad, quizá fue porque estábamos de gira, y eso siempre une, o tal vez fuera porque los cubanos no estamos acostumbrados al güisqui y nos embriagamos fácilmente con este licor. Luis y sus chicos se pasaron por la fiesta pero no se integraron, se notaba que estaban ahí para cumplir, que no tenían ganas de farra. Se tomaron una copa y se largaron. El Luis de aquel verano no tenía nada que ver con el del primer mano-a-mano, estaba más distante e introvertido. Yo creo que se encontraba mal, de salud quiero decir, llevaba muchos años castigándose con el alcohol y muy probablemente ya empezaba a notar los estragos de su dañina afición. Estaba correcto pero distante. Es la segunda vez que pronuncio la palabra distante pero creo que es la que mejor resume el comportamiento de Luis Eduardo durante toda la gira. Después de la fiesta me desperté con mis recién inaugurados 53 años sacudiéndome en la cabeza como si fuesen guantes de boxeo. Tenía los ojos encharcados en sangre, la boca pastosa y los pulmones llenos de alquitrán. Pregunté cuánto tiempo quedaba para el concierto y me dijeron que todavía faltaban siete horas. Salvador, pensé, tienes tiempo suficiente para recuperarte, y empecé a beber agua, litros y litros de agua mineral. También comí un melón que compramos en un puesto ambulante de la carretera. Uno de los melones más ricos que he probado en toda mi vida. El autobús avanzaba por un paisaje árido que combinaba zonas casi desérticas, huertos de regadío y mastodónticas urbanizaciones que remitían al capitalismo más salvaje. Estábamos en Agosto y el verano español dejaba su huella justiciera en aquella región cuyo nombre se ha evaporado de mi memoria. Era una tierra de paletos venidos a más, de gente sin cultura que se había enriquecido gracias a la explotación de los inmigrantes y al dinero que se dejaban los turistas del norte de Europa. Por fin llegamos a lo que suponía que era el recinto donde se celebraría el concierto, una grada construida en medio de la nada, de una nada de polvo, matorrales, grillos y de suaves y extrañas colinas. Mientras los técnicos hacían su trabajo en el escenario, yo estuve descansando un par de horas en el camerino. Me limpié la cara con agua fría, me quité la cera de los oídos, me cepillé los dientes e hice mis ejercicios de voz. Cuando me llamaron para salir a tocar, miré por última vez el espejo, cerré los ojos y pronuncié para mis adentros “patria o muerte”, esto es, el lema de mi país, mi grito de guerra. El concierto era uno más de los diez bolos que estaban contratados en la gira por España; en principio Luis y yo tocaríamos siete canciones cada uno, y luego cerraríamos cantando conjuntamente “Sin tu latido” y “Rabo de Nube”. Ese era el plan. Nada más empezar mi primer tema, “Rosana”, me di cuenta de que no estaba fino, y de que mis músicos no andaban mucho mejor. Estaba claro que se trataba de una noche en la que había que cumplir sin salirse del guión, sin hacer grandes alardes musicales. La segunda canción, “Casiopea”, la tocamos bastante mejor, tuve la sensación de que nos íbamos entonando. Sin embargo, el público tuvo una reacción gélida, por no decir hostil. Esas cosas, cuando uno está en el escenario, se saben; se nota cuando hay simbiosis con el público, cuando la gente está pasando un rato agradable y también se siente cuando están aburridos. Aquella noche más que aburridos, estaban impacientes. Los muy huevones (porque hay que ser huevón) esperaban escuchar las mismas canciones del primer mano-a-mano, no se daban cuenta de que habían pasado seis años desde entonces, seis putos años en los que yo había hecho muchas y muy buenas cosas; no como el capullo del Aute que seguía cantando los mismos temas que le hicieron famoso a finales de los setenta. Con mi tercera canción (una de las más bonitas de mi repertorio: “Sin hijo, ni árbol, ni libro”) presagié el desastre. El público empezó a interrumpirme con gritos que repetían una y otra vez “Ojalá”. Alcé la cabeza y en vez de espectadores me pareció ver una manada de búfalos que sacudía la tierra polvorienta, una panda de energúmenos que estaban dispuestos a amotinarse si no les cantaba esa canción. Miré el cielo y, en mi desconcierto, vi que las estrellas se movían, no, más bien vi que desaparecían, como si estuviese presenciando una lluvia de estrellas fugaces. Nos quedamos sin astros, pensé. Después salió Luis y, con toda su decrepitud, cantó “Al alba”, en ese momento sentí odio, y pensé que seguramente habría en el mundo más de una centena de músicos callejeros que cantaban “Al alba” con mucha más convicción y belleza que el propio Luis, miles de anónimos trovadores que también cantaban “Ojalá” para los transeúntes que les quisieran escuchar. Entonces decidí que no tocaría la maldita canción.
Pero el rumor fue creciendo, y lo que antes había sido un leve temblor de tierra se convirtió en un verdadero terremoto. Acabamos el concierto y la gente permaneció quieta en sus asientos con rostro desafiante. La masa se había transformado en una única voz que gritaba al unísono “Ojalá”. Sentí miedo y después del miedo sentí paz, una extraña paz que me hizo ver las cosas con gran claridad. Les dije a mis músicos que me dejaran solo, cogí la guitarra, pisé de nuevo el escenario y empecé a cantar “Ojalá”. Eso sí, cambié las notas por unos nuevos acordes horrorosos, modifiqué la acentuación de las palabras e interpreté la canción con la más cínica de mis sonrisas. La mayor parte del público se entregó a la parodia, y yo me regodeé en mi odio mientras veía la cara de felicidad de esos cuarentones que agitaban sus barrigas de puteros. Pero también pude ver la decepción de algunas jóvenes parejas que miraban atónitas el espectáculo, jóvenes muchachos que probablemente en algún momento de su adolescencia se habían prometido amor sincero mientras escuchaban mi canción. Fue entonces, en aquel mismo instante, cuando renegué definitivamente del Comunismo. El ideal humano del Ché Guevara es un proyecto utópico e irrealizable, un brío del optimismo que sólo anida en la juventud. El hombre está atado a su mísera y egoísta naturaleza. En el fondo, mi condición humana era la misma que la de los paletos que tenía enfrente. Ese era el destino del ser humano, un destino del que escapó el Ché debido a su cerrazón ideológica y, sobre todo, debido a su temprana muerte; un destino del que no escaparían las jóvenes parejas que dejaron caer sus inocentes lágrimas mientras yo ponía fin al concierto. Por supuesto, después de aquella noche seguí defendiendo, con más ímpetu si cabe, la Revolución Cubana. Al fin y al cabo, el capitalismo y el comunismo eran la misma mierda, y una vez que no se tienen ideales, lo único que te queda es la lealtad hacia los tuyos que, parafraseando al maldito F.D. Roosevelt, “puede que sean unos hijosdeputa, pero son tus queridos hijosdeputa”.
(Aviso para navegantes desorientados: este texto es pura ficción y para nada corresponde a un relato de Silvio).

Comentarios:
Joder, ¡me encantó el artículo!.

Aunque seamos, por lo general, envidiosos, pequeños, miserables, feos, aburridos y profundamente egoístas, el amigo Silvio olvida que a veces también podemos ser generosos, divertidos, amables y buena gente. Sobre todo borrachos.

Un abrzo. Guille.
 
Estoy de acuerdo, Guille. Lo que dudo es que se pueda ser siempre generoso y altruista. Cuando somos jóvenes, pensamos que sí, y buscamos grandes iconos de heroicidad. Con el tiempo (y a veces esto es triste), uno se vuelve más escéptico, y ya no pone el acento en la defensa de las grandes Ideas sino en la defensa de las grandes personas que ha conocido.

¡Un abrazo!
 
Nadie podría atribuirlo a Silvio, como mucho a Francis Fukuyama, pero gracias por el aviso.
 
Me encanto leer esto. Sin embargo me confundí. Claro está para mi que no son palabras de Silvio, que el capitalismo y el comunismo casi son la misma "mierda" y que hay ideales juveniles que se van desmoronando en el tiempo hasta a veces perderse o languidecer. Igual me quedo confundida, quizas en que sigo teniendo ideales juveniles.
Abrazo y beso vereaniego
 
recuerdo esa noche.... mis espectavivas eran tan grandes ante el concierto que me dolio no poder vibrar con las canciones que yo esperaba....pero desde la distancia en el tiempo una se da cuenta de que todo cambia...y estuvo bien....en mi recuerdo me quedo con la "belleza".....
 
Me ha gustado mucho tu artículo, al principio, desorientada, luego era obvio que no es de él, pero te ha quedado genial.Me encanta Silvio y he tenido la suerte de disfrutar de dos conciertos de él, acompañado de Aute, en Madrid.Me los trajiste a la memoria.

Un saludo
 
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