LOS NUEVOS CONSERJESMe pregunto si los guardias de seguridad con los que cruzo mirada cada día recordarán mi rostro como yo ahora recuerdo los suyos. El guardia de mi urbanización tiene rasgos suramericanos y una sonrisa que evoca ternura. El guardia del edificio donde trabajo es calvo y tiene dos mofletes que se sonrojan cuando hace frío. El que está en la parada del metro tiene la frente llena de arrugas y el pelo negro peinado hacia atrás con gomina. Al vigilante del supermercado donde hago la compra semanal le falta un diente y tiene unas patillas muy largas que a veces se acaricia con gesto de orgullo. El guardia del Banco tiene una nariz esbelta, quizás demasiado grande, y una mandíbula prominente. Todos tienen el mismo uniforme y, también, la misma mirada neutra ausente de brillo. Dudo mucho que se acuerden de mi rostro como yo ahora recuerdo los suyos. No soy más que una de las miles de personas que cada día pasan por los portales que custodian.¿Qué valor tiene una cara en medio del desfile de rostros que contemplan cada día? ¿Qué importancia pueden tener los cientos de “holas” y “hastaluegos” que pronuncian, con generosa reciprocidad, a lo largo de la jornada? Sus miradas y saludos son mecánicos, resulta imposible encontrar en ellos un atisbo de humanidad. Sus cuerpos, tan cotidianos, no abandonan nunca su puesto de trabajo, pero su vida está ausente, perdida en algún lugar de difícil retorno. Los portales de nuestros edificios se han llenado de guardias de seguridad. Algunos ven en ellos una especie de policía privada pero en realidad no son más que los conserjes de toda la vida que han cambiado de traje. Temíamos por la integridad física de nuestras propiedades y familias, y decidimos disfrazar a los conserjes con uniformes pseudomilitares. Como el miedo era absurdo, ideamos una solución igualmente absurda. Y ha funcionado: ahora nos sentimos más tranquilos. El conserje asume, como puede, su nuevo papel de soldadito. Su silueta, suave y flácida, sigue siendo la misma; su busto, simpático y cercano, se mantiene tallado con el molde del hombre común; su aire, risueño y perezoso, no ha cambiado. Pero ahora trabaja muchas más horas, habla menos y tiene prohibido abandonar el portal donde monta guardia. El riesgo obliga, y ya se sabe que el peligro carece de horario. Mientras su uniforme disuade al asaltante imaginario, su mente se exilia en las hipnóticas grutas de la abstracción. Me pregunto cuál será el próximo traje del Conserje y hallo rápidamente la respuesta. La siguiente generación de conserjes se difrazará de mickey mouse, de canario piolín o de espinete. Algunos se maquillarán como mimos y, subidos a sus sillas, cambiarán de posición cada vez que alguien pase por el portal. La seguridad es una necesidad primaria, una vez cubierta aparecen otros anhelos de felicidad. Los conserjes del futuro seguirán la estela de los nuevos tiempos, el camino de la sociedad del ocio.