AQUELLAS TARDES DEL VERANOLa mujer impasible mira su cerveza en mitad de una esquina del verano. Los 35 grados no le asustan y permanece desafiante en la terraza. La mujer impasible no suda y hace 7 años de la última vez que lloró. Sus pies calzan dos zapatos blancos, dos tacones afilados. Ahora está recreando el sonido de sus pasos en el interior de su cerebro. Su mano sujeta con delicadeza la copa, sólo un instante para besar la espuma. Saborea el frescor en sus labios. La mujer impasible mira a todos los viandantes. La mayoría turistas, a estas terribles horas del día. Su cuerpo está limpio. Su piel es una nube suave. Su pelo reluce más que el sol. Nunca una mirada vacía tuvo tanto contenido. La mujer impasible observa el caminar de los viandantes. No soporta a las personas que andan con paso cansino. La gente cree que se aprende a andar a los 2 años de edad, cuando en la realidad nunca se termina de aprender, dice para sus adentros. La mujer impasible es extremadamente firme en su belleza e inflexible en sus convicciones.
RECUERDOS La memoria de los pobres está menos alimentada que la de los ricos, tienen menos puntos de referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lugar donde viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida uniforme y gris. Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es la más segura, dicen, pero el corazón se gata con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga. El tiempo perdido sólo lo recuperan los ricos.
(un fragmento de "El primer hombre", de Albert Camus)
EL VECINO DE ARRIBA
En el piso de arriba vive el hombre más feliz del mundo. Tiene una casa, dos hijas, una mujer francesa y una suegra. Sus posesiones no son muy diferentes de las hombre común, pero a diferencia de éste, es feliz. Cada vez que me lo encuentro en el ascensor, en el portal o el quiosco donde compro el periódico, me alegra el día. Apenas intercambiamos un par de palabras, pero con eso, y con su mirada, me basta para tener fé en este mundo. Su dicha, espontánea, sencilla y ligera, no despierta mi envidia sino mi admiración. Es feliz pero dudo mucho de que trate de ser feliz, simplemente lo es. Creo que este hombre también sería feliz con otra vida, con todas las vidas imaginarias. Es como si siguiera meciéndose en los brazos de su madre, como si fuera un bebé amamantado con toda la ternura del mundo.
ESTO ES ARTE
Un perrito de dimensiones monumentales. Un perrito como esos que hacíamos de pequeños con globitos alargados. Un enorme perrito fucsia en el Palacio de Versalles, en la que fue residencia de Luis XIV. Me imagino al rey todo poderoso de Francia cabalgando a lomos del perrito de globo, gritando de nuevo aquello de “L’Etat c’est moi”. Pero el Estado es el perrito y el arte sigue siendo la aguja que convierte nuestros cimientos en aire. O quizás el arte sea simplemente el aire.
(EL perrito es una escultura de Jeff Koons)
ESTA NOCHE NO SALDRÉ9 de la mañana en el bar del mercado. La ciudad se despierta, las marujas atraviesan la plaza con las bolsas de la compra, la vida se abre paso por el filtro de las gafas de sol y, mientras, el infierno de la noche sigue danzando por mis ojos. Al camarero no le gustan mis acompañantes; detesta su peste al alcohol, su sudor empalagoso, la mierda de sus encías, el desvarío de sus bocas, sus aullidos. Convive con nosotros porque sabe que engordamos su caja registradora, nada más. En estas horas de transición y de marea baja Fida sobresale por encima de todos nosotros. Fida merece una estatua en la plaza del mercado, ha bailado con todas sus farolas, su lengua viperina ha chupado todos sus adoquines, conoce la vida de todos los animales que salieron descuartizados del mercadeo de la carne y el pescado. Los botellines de cerveza se acumulan encima de la mesa. La última vez que miré el reloj eran las nueve de la mañana, ahora son las 11, han pasado dos horas, han desaparecido dos horas, el cigarro que ahora apago me ha durado dos horas, dos putas horas con el mismo cigarro, ¿cuánta nicotina puede arder en dos horas? El ruido del motor se vuelve ensordecedor, se mezcla con las voces de la gente, apenas distingo unas palabras de otras, todas me parecen lo mismo, me llevo las manos a los oídos, la cabeza me va a estallar… Aparece de nuevo una multitud de caras conocidas, han pasado por la almohada, y ahora vuelven sedientas de espuma. Pido cervezas para los mil hombres de San Luis. Recobro energía, les cuento la noche a los madrugadores, hago un show de los míos, me vuelvo el centro de atención, Fida me mira orgulloso.
Nos vamos a comer un arrocito a San Juan. Conduzco por la carretera de la playa, suavemente, con delicadeza, sin acelerones; a veces, un poco de cariño, es necesario para domar a la fiera. El ruido me acaricia los tímpanos, juguetea con su amo antes de morderle. Fida lleva un buen tiempo callado, tiene una sonrisa petrificada y sus arrugas parecen cortes en la cara. En el restaurante hace un calor insoportable, mis pies se meten bajo la arena y pido 173 jarras de cerveza. Mis amigos se ríen y reconducen la comanda a la vida real. Pero yo no soy real, y el puto ruido que erosiona mi cerebro tampoco es real, y, ya puestos, tampoco Fida de este mundo. Pero aquí estamos todos, reales y ficticios, masticando las certezas inquebrantables del trigo y el marisco. El camarero nos ofrece un chupito, y yo le digo que deje los chupitos para otro día, necesitamos delfines, le suelto, ballenas de ron con coca-cola. Las copas relucen inmaculadas bajo el sol de agosto, los hielos desafían el calor sin derretirse. Buenos hielos los de esta comarca, excelentes hielos, titánicos hielos industriales que aguantan impertérritos en las copas ya vacías.
Deambulamos por la arena. El recorrido entre el paseo marítimo y la orilla del mar se me hace eterno. Mientras camino experimento una extraña sensación aérea, las piernas me pesan dos toneladas, pero mis ojos parecen mirar desde arriba, desde el cielo, desde más allá del cielo, desde la estratosfera, nos veo caminar con paso errante, nos veo de espaldas, con gesto de caminar pero inmóviles, como si fuésemos una foto de siete personas que caminan, una instantánea que desaparece a tres metros del mar. Allí me tumbo y cierro los ojos.
Me despierto y sigue siendo de día. El ruido no ha cesado, el madito motor también ha acompañado mis sueños. Pregunto cuánto tiempo he dormido y nadie sabe responderme: una hora, media hora, un cuarto de hora, diez minutos tal vez. Suficiente, dice Fida. Mojo los pies en el agua, las olas se balancean por mi sombra, y yo sigo su rastro. El mar me cubre hasta el pecho, mis manos tiesas se posan sobre su superficie como si fuese una mesa llena de pliegues, mi sangre pierde espesor, se vuelve más líquida y mi cerebro se convierte en un erizo. Salgo y le digo a mis compañeros que necesitamos movimiento. Fida ya está de pie.
(El autor de la foto artística es Sebastian Gimenez Cisilino. El texto es un fragmento de mi cuento "Esta noche no saldré")
DOMINGOS SIN SUEÑOS144. Después de todos los días de lluvía, de nuevo el cielo trae el azul que había escondido a los grandes espacios de las alturas. Entre las calles, donde las pozas duermen como charcos del campo, y la clara alegría que se enfría en lo alto, hay un contraste que hace agradables las calles sucias y primaveral el cielo de invierno banal. Es domingo y no tengo nada que hacer. Ni soñar me apetece de tan buen día que hace. Lo disfruto con una sinceridad de sentidos a la que la inteligencia se abandona. Paseo como un empleado liberado. Me siento viejo, sólo para tener el placer de sentirme rejuvenecer.
(Fragmento del El libro del desasosiego. Fernando Pessoa)